jueves, 28 de febrero de 2008

Proyectos de aula



Los proyectos de aula y el aprendizaje significativo


¿Cómo ayudar a los niños y niñas a sacar el máximo provecho posible de sus años escolares? Décadas de investigación psicológica y pedagógica nos ofrecen hoy claves importantes para empezar a responder esta pregunta.
Sabemos que el aprendizaje no es una actividad de simple recepción pasiva de información externa, sino que exige un trabajo mental activo del aprendiz, quien debe movilizar esquemas de conocimiento que ya posee para poder procesar la información nueva. Lo nuevo interacciona con lo que el aprendiz ya sabe, y se incorporará o no a sus estructuras mentales según pueda de alguna manera engarzarse con el saber previo y/o producir transformaciones en él (Duckworth, 1988; Driver, Guesne y Tiberghien, 1989; Kuhn, 1997; Harlen, 1998).
La mente de los seres humanos, y muy en particular la de los niños y niñas, no necesita ser "despertada" para aprender: su estado normal es el de actividad, pendiente siempre de su entorno y lista para afrontar retos. Pero aprender es un esfuerzo, y sin interés ese esfuerzo no se realiza. Lo afectivo está entonces indisolublemente ligado a lo cognitivo: hace falta que el que aprende quiera aprender, por una u otra razón. Es necesario que esté dispuesto a atender, a trabajar la información, a interpretar, a perseverar... (Blumenfeld y otros, 1991; Pintrich, Marx y Boyle, 1993; Flavell, 1992).

El aprendizaje necesita tener control sobre su actividad de aprendizaje: necesita participar en la toma de decisiones sobre qué está haciendo y por qué lo está haciendo, sólo de esta manera puede afrontar exitosamente la (re)construcción de saberes complejos. Medio a ciegas y sin ganas no llega muy lejos.
Y en los humanos, el aprendizaje es un proceso social: aprendemos de otros y junto a otros, interaccionando con expertos y con iguales, relacionándonos con productos culturales diversos, dialogando, observando modelos, atendiendo a explicaciones y demostraciones que nos interesan, confrontando nuestras ideas y propuestas con interlocutores diversos... (Luria y otros, 1973; Vygotsky, 1979; Fernández y Melero, 1995).
Todo esto que ya sabemos sobre el aprendizaje humano podemos utilizarlo para hacer que la escuela sea cada día un mejor ambiente para aprender y enseñar. Específicamente, ciertas actividades tradicionales se nos revelan hoy más que nunca como poco eficaces, improductivas y hasta contraproducentes, si lo que nos interesa es que los niños y niñas logren aprendizajes valiosos y perdurables.
Las copias, las cuentas, los dictados, los interrogatorios memorísticos, las preguntas que se responden mirando el texto y llenando un blanco... son actividades demasiado primitivas y rudimentarias, de rendimiento muy escaso. Las prácticas de laboratorio tipo "receta de cocina" y las supuestas investigaciones, de buscar en libros para recortar y pegar, tampoco resultan lo suficientemente potentes como para ayudar de verdad a aprender.
Los médicos no aplican hoy los mismos tratamientos de hace cien años, ni los ingenieros construyen obras con los mismos procedimientos de entonces. Si la escuela se ha mantenido tan apegada a rutinas e instrumentos tradicionales, a pesar de su cada vez más evidente inactividad, ha sido por una conjunción de factores sociales, políticos y económicos que nada tienen que ver con la mejor formación infantil. Pero día a día se hace más patente que necesitamos en las aulas nuevas herramientas y nuevas maneras de hacer las cosas... o quizás mejores herramientas y maneras, a veces no tan nuevas. Pues algunas han sido propuestas y ensayadas desde hace tiempo por determinadas corrientes pedagógicas, a las que en su momento se menospreció o ignoró o, más directamente, se combatió, dados su enfoque democrático y su carga crítica (Freinet, 1975, 1977; Freire, 1973).
Creemos que los proyectos estudiantiles de investigación constituyen una de las piezas fundamentales de una escuela de nuevo tipo, más auténtica y más eficaz en su tarea de facilitar el aprendizaje infantil.

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